Me embuto en un abrigo que a pesar de ser nuevo ha tenido tiempos mejores y bajo a la calle.
En una bolsa entre tanta ropa sucia llevo también mis penas, mis fracasos por intentar que todo aquello funcionase, pero se entremezclan con todas las manchas de mi ropa y de mi vida.
Llego a la lavandería por primera vez y siento que llevo ahí varios meses. El vaivén de la ropa dentro de los tambores me recuerda a mi vida, siempre con remolinos, altibajos y nunca estable.
Medito, mientras meto mi ropa, cómo hubiera sido si no me hubiera cruzado con otras personas en esta travesía en la que llevo ya 26 años.
La vida es tan sencilla como ver pasar el tiempo mientras la ropa se lava, que por más que la gente me dice que no la complique, sigo buscando las razones de haber llegado a este punto. Ojalá pudiese meterme yo en una lavadora y desaparecer como los calcetines al final del lavado.
El móvil me arde con mensajes de ánimo, de que esto también pasará pero cuando un mensaje ya (prácticamente) inesperado llega, las mariposas parecen revivir pidiendo que no las ahogue, que las deje aflorar...Y mi alma vuelve a partirse al ver la cruda realidad.
Sin embargo, una parte pequeña de mí me grita (desde un recodo de mi orgullo) que nunca seré tan joven como hoy y que mañana estaré mejor. El pitido de desbloqueo me saca del trance. Recojo mi ropa y ya no huele a una vida pasada, tampoco sé si así huele el futuro y la esperanza. La guardo con el mimo que echo de menos muchos días y noches y me atormenta los ojos.
Inevitablemente, 30 minutos dan mucho para pensar. Salgo de la lavandería como atontada, puse un programa de centrifugado en este tiempo demasiado rápido y mi cuerpo me pide un poco de calma. Mi corazón se lavó varias veces pero todavía siento que me tocará lavarle muchas más hasta que consiga secarlo... Al menos, mi ropa limpia podrá aliviar mi alma en esa espera.
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